"Rutinas"

Era una noche de verano.
Estaba solo en su casa.
El calor era agobiante.
Era una noche de esas en las que los grillos salen a hacer piquete y ensordecen con su melodía fúnebre.
Era una noche de esas en las que los mosquitos salen de cacería y si das un paseo por el barrio descubrís que nadie duerme.
Era una noche de esas en que el desgano se asocia con la humedad y el tiempo se anima a pasar más lentamente.
Aquella noche la rutina le resultaba más antipática y sentía que lo ahogaba al verse enredado en los mismos rituales costumbristas.
Las paredes de su habitación transpiraban y una cerveza ganaba calor sobre su mesa de noche.
Miraba las sombras que se dibujaban en el techo cuando los mosquitos se acercaban a la luz amarilla de su resquebrajado velador.
No sabe de dónde sacó el impulso pero se estaba quedando dormido, cuando se levantó de la cama, que lo tenía atrapado, y comenzó a caminar.
Salió de la casa, al llegar a la vereda chapoteó sobre un charco que reflejaba la luz tenue que daba el único foco de la cuadra.
Las calles de tierra y la vegetación abundante le dieron un poco de respiro.
Vivía en un pueblo perdido donde la rutina y el hastío eran los protagonistas de la telenovela diaria.
Nunca, hasta esa noche, le había dado demasiada importancia a la pesadez repetitiva de los días…
Llegó, casi por inercia al bar de Alfredo, que con el peor de los humores estaba echando a los últimos borrachos.
Se quedó inmovilizado frente a la puerta pensando en volver a casa pero el viejo lo miró por sobre los anteojos que dormían cómodamente sobre sus mejillas rosadas y le dijo: “Pasá! Pasá!”
Tímidamente cruzó el umbral y se sentó en la barra.
Sola en una mesa, estaba Carmen. Un nombre fuerte para una débil mujer. Tenía la piel muy blanca, los ojos verdes y el cabello negro. Un vestido azul. Y zapatos de charol. Era una mujer exuberante.
Mientras pedía una cerveza la recorría con la mirada. Miró sus pies, sus piernas, su cadera, su sexo, su cintura, su abdomen, sus pechos, su cuello, recorrió su rostro y se encontró con aquellos ojos verdes…
Se sonrojó y busco la mirada cómplice de Alfredo que fajinaba dos copas castigadas por el tiempo.
Sin querer comenzó a hacer movimientos torpes. Se apoyó en la columna que sostenía la barra y en la remera húmeda quedaron atrapadas docenas de telarañas.
Era forastera. Nunca antes la había visto. Preguntó por ella al viejo y entre dientes le contó que estaba esperando el micro de las siete de la mañana que pasaba por la ruta una vez a la semana.
La atracción hizo que, después de terminar el primer vaso de cerveza, se acercara a la mesa.
Su cercanía la incomodó. Parecía asustada. Tenía las manos apretadas y en una de ellas ahogaba un pañuelo.
La saludó. Ella no pudo más que responder con un movimiento de cabeza.
- ¡¿Puedo acompañarte? – Le preguntó.
- Claro. – respondió y se sorprendió a si misma
Un segundo después estaban frente a frente.
Un ventilador de techo despedazado era el ruidoso testigo de aquellas miradas que jugaban a esconderse minuto a minuto.
Terminaron la cerveza mientras la timidez se disponía a marcharse.
Alfredo comenzó a bajar las viejas y estrepitosas persianas. El se paró y la invitó a caminar.
Ella se sentía mareada pero aceptó.
El miedo la fue abandonando de a poco.
La luna espiaba detrás de unas nubes que anunciaban una semana lluviosa.
Caminaron por un pueblo que estaba en silencio guardando los gritos ahogados de amantes reprimidos, esposas abandonadas y matrimonios infelices.
Sin pensarlo se tomaron de la mano.
No indagaban demasiado sobre la vida del otro. A ninguno de los dos les hacia falta.
Hablaban, se reían, se comunicaban más sinceramente que la pareja que, detrás de un ombú, tenían sexo sin hacer el amor.
Llegaron, sin habérselo propuesto, a la ruta donde Carmen debía esperar el bus que la trasladaría de aquel pueblo abandonado por la pasión a otro posiblemente igual.
Se rieron hasta llorar y cuando el llanto los ahogó se besaron apasionadamente.
Desafiaron a la rutina, al silencio, al pueblo, al desamor que rondaba.
Mientras se besaron pasó el micro, sin que ellos pudieran percatarse.
Cuando el día despertó nublado y de mal humor, imaginaron que tendrían que esperar a la próxima semana cuando por fin volviera a pasar.
Desde aquella noche, cada siete días, regresan al mismo lugar donde mataron al hastío y donde irónicamente esa rutina les renueva el amor.
Gracias Emiliano por el disparador