"...La Morocha..."

martes, mayo 30, 2006

"Rutinas"


Era una noche de verano.
Estaba solo en su casa.
El calor era agobiante.
Era una noche de esas en las que los grillos salen a hacer piquete y ensordecen con su melodía fúnebre.
Era una noche de esas en las que los mosquitos salen de cacería y si das un paseo por el barrio descubrís que nadie duerme.
Era una noche de esas en que el desgano se asocia con la humedad y el tiempo se anima a pasar más lentamente.
Aquella noche la rutina le resultaba más antipática y sentía que lo ahogaba al verse enredado en los mismos rituales costumbristas.
Las paredes de su habitación transpiraban y una cerveza ganaba calor sobre su mesa de noche.
Miraba las sombras que se dibujaban en el techo cuando los mosquitos se acercaban a la luz amarilla de su resquebrajado velador.
No sabe de dónde sacó el impulso pero se estaba quedando dormido, cuando se levantó de la cama, que lo tenía atrapado, y comenzó a caminar.
Salió de la casa, al llegar a la vereda chapoteó sobre un charco que reflejaba la luz tenue que daba el único foco de la cuadra.
Las calles de tierra y la vegetación abundante le dieron un poco de respiro.
Vivía en un pueblo perdido donde la rutina y el hastío eran los protagonistas de la telenovela diaria.
Nunca, hasta esa noche, le había dado demasiada importancia a la pesadez repetitiva de los días…
Llegó, casi por inercia al bar de Alfredo, que con el peor de los humores estaba echando a los últimos borrachos.
Se quedó inmovilizado frente a la puerta pensando en volver a casa pero el viejo lo miró por sobre los anteojos que dormían cómodamente sobre sus mejillas rosadas y le dijo: “Pasá! Pasá!”
Tímidamente cruzó el umbral y se sentó en la barra.
Sola en una mesa, estaba Carmen. Un nombre fuerte para una débil mujer. Tenía la piel muy blanca, los ojos verdes y el cabello negro. Un vestido azul. Y zapatos de charol. Era una mujer exuberante.
Mientras pedía una cerveza la recorría con la mirada. Miró sus pies, sus piernas, su cadera, su sexo, su cintura, su abdomen, sus pechos, su cuello, recorrió su rostro y se encontró con aquellos ojos verdes…
Se sonrojó y busco la mirada cómplice de Alfredo que fajinaba dos copas castigadas por el tiempo.
Sin querer comenzó a hacer movimientos torpes. Se apoyó en la columna que sostenía la barra y en la remera húmeda quedaron atrapadas docenas de telarañas.
Era forastera. Nunca antes la había visto. Preguntó por ella al viejo y entre dientes le contó que estaba esperando el micro de las siete de la mañana que pasaba por la ruta una vez a la semana.
La atracción hizo que, después de terminar el primer vaso de cerveza, se acercara a la mesa.
Su cercanía la incomodó. Parecía asustada. Tenía las manos apretadas y en una de ellas ahogaba un pañuelo.
La saludó. Ella no pudo más que responder con un movimiento de cabeza.
- ¡¿Puedo acompañarte? – Le preguntó.
- Claro. – respondió y se sorprendió a si misma
Un segundo después estaban frente a frente.
Un ventilador de techo despedazado era el ruidoso testigo de aquellas miradas que jugaban a esconderse minuto a minuto.
Terminaron la cerveza mientras la timidez se disponía a marcharse.
Alfredo comenzó a bajar las viejas y estrepitosas persianas. El se paró y la invitó a caminar.
Ella se sentía mareada pero aceptó.
El miedo la fue abandonando de a poco.
La luna espiaba detrás de unas nubes que anunciaban una semana lluviosa.
Caminaron por un pueblo que estaba en silencio guardando los gritos ahogados de amantes reprimidos, esposas abandonadas y matrimonios infelices.
Sin pensarlo se tomaron de la mano.
No indagaban demasiado sobre la vida del otro. A ninguno de los dos les hacia falta.
Hablaban, se reían, se comunicaban más sinceramente que la pareja que, detrás de un ombú, tenían sexo sin hacer el amor.
Llegaron, sin habérselo propuesto, a la ruta donde Carmen debía esperar el bus que la trasladaría de aquel pueblo abandonado por la pasión a otro posiblemente igual.
Se rieron hasta llorar y cuando el llanto los ahogó se besaron apasionadamente.
Desafiaron a la rutina, al silencio, al pueblo, al desamor que rondaba.
Mientras se besaron pasó el micro, sin que ellos pudieran percatarse.
Cuando el día despertó nublado y de mal humor, imaginaron que tendrían que esperar a la próxima semana cuando por fin volviera a pasar.
Desde aquella noche, cada siete días, regresan al mismo lugar donde mataron al hastío y donde irónicamente esa rutina les renueva el amor.
Gracias Emiliano por el disparador

sábado, mayo 13, 2006

"Lola"


Hace unos 10 años. Uno de sus amigos emigraba a otro país.
Fue entonces cuando comenzó su etapa más sombría; donde, con cada vaso de alcohol, cuenta hoy: “se me enturbiaban mas los pensamientos”…
La ronda empezó temprano. Eran las diez de la noche cuando, casi a presión, subieron los cinco a un “fitito” que les había prestado el tío de Pedro.
Habían comprado “unas Quilmes” en el almacén del barrio y habían seleccionado unos cassettes con música “enganchada” para que esa noche se convirtiera en inolvidable.
Las cervezas se fueron terminando. Y con el alcohol el combustible.
Los primeros dos desertores abandonaron la juerga y volvieron a casa esperando que llegara la mañana y con ella la “resaca”.
Abandonaron el fitito en una esquina con olor a historia, en medio de una calle empedrada.
Comenzaron a caminar por la ciudad buscando “sustento”. La madrugada y el frío amenazaban con llegar mas temprano de lo acordado.
Ya el alcohol hacia efecto sobre los tres hombres.
Caminaron un buen rato y se encontraron con un pintoresco kiosco. Impulsivamente entraron sin siquiera consultarlo entre ellos.
Las luces escondidas detrás de algunos chocolates y atados de cigarrillos le daban una atmósfera diferente al lugar, no era un kiosco “común”.
Sintió que ese sitio algo le mostraría y la ansiedad le corrió por la espalda como un escalofrío.
Miró a sus amigos, por primera vez desde que habían bajado del auto. Pero la mirada de los otros dos estaba puesta en una mujer que estaba sentada cerca de una ventana.
Cada tanto se veía una luz difusa pasar por la calle y eso mostraba que había otro mundo mas allá, el vidrio de aquella ventana tenia meses sin agua.
El señor detrás de las cajas de chicles y chupetines parecía un gigante. Estaba excedido de peso, una voz que denotaba años de cigarrillo y alcohol y el cabello que le llegaba a los hombros.
En la radio sonaba un blues de Pappo. El tiempo parecía haberse detenido por un momento.
La mujer cerca de la ventana tenía los ojos fijos en un televisor blanco y negro que repetía, sin el sonido, una película de Tita Merello.
Se sintió observada y aparto sus ojos color miel para responder a las miradas. Rápidamente el quiosquero rompió el silencio y dijo: “¿Van a pedirme algo o van a seguir parados como tres postes?”.
Sus amigos se acercaron a la heladera y sacaron tres cervezas. “Una mas por cabeza”, dijo Pedro.
El seguía observándola, como cuando lo desconocido irrumpe sorpresivamente.
Ella tomó la iniciativa y los invito a tomar las cervezas en su mesa. Tímidamente se acercaron.
Lola, así se había rebautizado cuando empezó a sentir que Antonio no era el nombre que necesitaba para vivir su vida. Tenía el cabello rojizo, las uñas mas largas que habían visto y el vestido mas corto que habrían podido imaginar.
Sin notarlo en menos de una hora estaban los cuatro riendo a carcajadas como si se conocieran de otro tiempo.
El alcohol y lo insospechado estaban haciendo que esa noche no fuera una más. Fuera de cuadro, el pelilargo y obeso quiosquero bostezaba ajeno a todo.
Lola tenía la sabiduría de la calle y la libertad de un vagabundo. Era la dueña de la situación.
Se paró impulsivamente, hizo un chasquido con los dedos y les pidió que la acompañaran. El misterio que ella emanaba los tenía hechizados.
A penas salieron, el quiosquero bajó la persiana y agradeció al cielo que podía ir a dormir.
Caminaron unas diez cuadras con el frío como compañero. Se rieron a carcajadas entre chistes y anécdotas. Las palabras se dibujaban en el paisaje invernal con el aliento q salía de sus bocas.
Llegaron a un bar de esos que viven en penumbras. Las luces estaban muy, muy bajas. Y sobre el escenario un viejito encorvado tocaba el piano.
Lola tomo el picaporte de una vieja puerta de madera que tenía las marcas de los años y chillaba como una gata en celo cada vez que alguien la abría. En cuanto la puerta comenzó a abrirse solo él se animó a seguirla.
Se despidió de sus amigos que huyeron como dos fugitivos condenados a muerte.
A veces se anima a confesar que las piernas le temblaron cuando cruzó el umbral. Pero tenía ganas de seguir su instinto.
Las horas pasaban con sabor a tabaco y miel mientras el sonido del piano parecía cada vez más hipnótico y los transportaba a un lugar sin tiempo ni reglas a seguir.
Los escotes y el maquillaje eran la vedette de la noche. Nadie en ese bar desconocía a Lola.
El mesero se acerco con un trago y una sonrisa cómplice. Lo miró a él y le preguntó si le servía algo. Pidió lo mismo que ella.
Su mirada recorría, sin miedo ni vergüenza, los pechos y las piernas de las mujeres que animaban el lugar.
Lo miró sonriendo y le dijo: “decime cual te gusta”. Otra vez el escalofrió en la espalda. Otra vez el instinto que lo obligaba a seguir.
Todavía hoy duda si fue una jugada de ella o si realmente no había notado que se sentía atraído desde el momento en que entró al Kiosco.
Las manos comenzaron a transpirarle, se sonrojó y con la voz entrecortada le dijo: “vos”.
Por primera vez en años, a ella la ponía nerviosa alguien, esa palabra le retumbo durante unos minutos sin dejarla responder con uno de sus chistes sarcásticos.
Por primera vez en años, ella sentía que estaban siéndole sincero.
Por primera vez en años, su cuerpo se estremecía frente a una mirada.
Por primera vez en años, sentía el miedo que produce que un amor ande rondando.
Todas esas sensaciones la anulaban. Por un segundo parecía apagarse.
El se asustó y pensó que había arruinado todo con esa confesión.
Le rozo la mano y casi por un impulso que provino de su interior se acercó lentamente a su boca pensando que él era su dueño y bebió de sus labios.
Nunca antes la habían besado así. Pensó en rechazarlo pero no pudo. Dio rienda suelta a su deseo. Se acercaban cada vez más, sentían sed el uno por el otro. Sus labios parecían conocerse de otra vida, de otros tiempos.
El lugar estaba en penumbras En el piano sonaba un jazz y el humo del cigarrillo los abrazaba.
Procuraron un lugar más íntimo. No esbozaban palabras, no hacía falta.
Subieron la escalera de mármol que estaba a un costado del escenario, detrás de una cortina de terciopelo negro. Pocas personas conocían ese atajo, Lola era una de ellas.
Recorrieron los escalones lentamente, la pasión los detenía, por momentos y se fundían contra las paredes transpiradas de aquel bar.
Entraron a un cuarto oscuro, sin ventanas, donde habitaban la humedad y el mal gusto.
Se miraron profundamente. Se comunicaban. El comenzó a acariciarla. Pasó las yemas de sus dedos por la boca de ella, y comenzó a bajar sus manos.
Tocó sus pechos con una ternura que ella desconocía. La besó nuevamente, mientras acariciaba su abdomen. Hundió sus dedos en el ombligo y, con la respiración entrecortada bajó un poco mas.
La apartó de él con un abrupto empujón. Esta vez el escalofrío recorría todo su cuerpo. Comenzó a temblar.
Ninguno de los dos podía hablar. Las lágrimas brotaban de los ojos de Lola. Quiso acariciarlo, llevo su mano al rostro de él, pero antes de alcanzarlo, él bajo corriendo las escaleras y, sin mirar atrás salió a la calle.
Nunca más volvieron a verse. El dice no recordar dónde quedaba aquel bar.
De ella nada se sabe, emigró una noche, llevando a cuestas su tristeza.


Gracias Marce por la imagen y Emiliano por las ideas y algunos párrafos.. Marisol

sábado, mayo 06, 2006

"El grito"


Era tarde.
Había perdido la noción del tiempo.
Llovía hacía días.
No pensaba en otra cosa que en el sonido del agua golpeando los vidrios.
Estaba envuelto en un autismo emocional.
Le ardían los ojos.
Lloraba.
No se había bañado. No había comido.
Sentía que una bomba dentro de él estaba a punto de explotar.
Con movimientos casi automáticos, tomó sus documentos, su billetera y los puso en un bolso.
Salió a la calle.
Seguía lloviendo.
Parecía no notarlo.
Sería de madrugada.
Se detuvo en la parada de colectivos, junto a una pareja de enamorados a la que tampoco le importaba mojarse.
Esperó unos diez minutos a que llegara el bus.
Subió. Los enamorados no pudieron separarse.
Oír su propia voz después de tantos días lo estremeció. “ochenta centavos”, dijo. Y caminó hacia el fondo del micro.
Solo él y el chofer compartían el viaje.
El señor que conducía parecía sacado de un tango. Tenía voz ronca, mirada melancólica, manos ásperas y una frente ancha en la que tenía arrugas que podían contar su historia.
Lo miró por el retrovisor y le dijo: “Pibe… ey pibe… acá termina el recorrido”.
Intentó sonreír pero solo le salió una mueca de cansancio.
Bajó como pudo.
Otra vez la lluvia lo castigaba.
Parecía no importarle.
Intento tomar el subte, pero estaba cerrado.
Camino unas diez cuadras. Se detuvo en un puesto de flores y compro un ramo de margaritas.
El florista lo miró con desconfianza y después de unos segundos con compasión: “querido estas descalzo”, se animó a decirle.
Tomó las flores y siguió caminando.
Sus sentidos estaban anulados. De repente sintió una furia incontenible y precipitó las flores por el aire.
Comenzó a correr. Parecía hacerlo en cámara lenta. Su cuerpo ya no respondía a sus impulsos.
Corrió y corrió. Llegó al cementerio. Se arrodilló sobre el sepulcro de su padre y un grito desgarrador salió de su vientre: “Te amo papá”
Nunca antes se lo había dicho.
Gritó y gritó hasta quedarse sin voz. Repitiendo la misma frase.
Despertó horas después. Abrazado a la tumba.
Ya no llovía.
Su dolor estaba adormecido.
Se levantó. Ahora caminaba muy lento. Tomo un taxi y regresó a su casa.